lunes, 5 de octubre de 2015

MIS EXPERIENCIAS IMPERIALES

Muy pronto mi carrera naval fui designado a estudiar en Inglaterra, al año y medio de graduado de Alférez de Navío me enviaron a Exeter a estudiar Inglés y a pregunta de la escuela donde fui enviado seleccioné la opción de vivir en la casa de una familia inglesa y me tocó una en la 101 Pinhoe Road, de ese bucólico pueblito estudiantil del sur de la isla, en el condado de Devon. Allí estaba un a universidad muy famosa, de espectacular belleza con su planta de cruz latina, construida por los Normandos.

Mi decisión se basaba en que no estaba tan entusiasmado en aprender el idioma, como de sumergirme en la cultura que se me ofrecía como un sueño cumplido. Era una familia de clase media, la cual completaba sus ingresos con los estudiantes que llegaban de todo el mundo y con ella aprendí de todo cuanto me pude empapar, para prepararme para mi curso de Aplicación de Ingeniería que realizaría en el pomposo Colegio Real de Ingeniería Naval de la Armada inglesa, ubicado en Manadon, Plymouth.

Para un joven de familia humilde de La Guaira fue un shock cultural, como un salto cuántico en materia de oportunidades de crecimiento en todo orden. Aunque las armadas son similares en aspectos de doctrina, costumbres y tradiciones,  estar con la real armada era como  una película en tecnicolor.

Prevenía de una familia muy humilde, aunque muy educada y decente de mi país, y como detalle anecdótico, mi paladar sólo conocía  bien dos quesos, el blanco criollo y el amarillo Edam, y de cuando en vez, uno muy duro y sabroso que mi mamá rayaba y le colocaba a los espaguetis, me refiero como deben suponer, al parmesano; pero, el de Parma y valga la redundancia del énfasis, el de verdad verdad, del que llegaba de contrabando al puerto de La Guaira en 1947. A la tradicional hora de fresco naval de la mañana y a la del té de la tarde propia del imperio, el silbato o pito de órdenes colectivas naval llamó a descanso, y todos salieron al comedor, yo me agregué conversando con los amigos recién hallados, y al llegar me encontré con una mesa de 200 quesos y tuve que estar de acuerdo con De Gaulle, “cuán difícil puede ser gobernar un país que tiene 200 quesos”.  Es que como los franceses, sus pares europeos, los ingleses también pueden disponer para elegir “un queso distinto para cada uno de los 365 días del año”.

El caso es que el contacto, incluso con el Príncipe Carlos de visita ocasional a nuestro instituto, dentro de su tour por las 3 fuerzas armadas británicas, me permitió pulir de alguna manera mi natural inclinación a las cosas buenas.

Algunos rezagos de la caribería criolla deberían pasar por el látigo de la flema inglesa, como esa vez que fui a una delicatesen llena de parroquianos y pregunté a viva voz desde la puerta si había tal o cual cosa y nadie me respondía. Me vi forzado a entrar en cola y al llegar mi turno pregunté lo mismo y el carnicero me respondió que no había y yo le repliqué que si no me había oído la primera vez y me dijo sin inmutarse: “Sí que lo oí, todos lo oímos; pero, no era su turno”


Esta mañana me devolvió a Inglaterra, cuando esperaba mi turno con estoica flema aprendida, para ser atendido en una prefectura donde solicitaría una partida de nacimiento para un amigo, quien presta servicio en Anacoco y veía como la gente utilizaba la novedosa táctica criolla de la preguntica. El funcionario atiende la misma y poco a poco,  de preguntica en preguntica, se va alterando el orden. Los vivarachos hacen como el mono del cuento, se van metiendo como cochino orinando, como quien no quiere la cosa y con la “preguntica” inocente enganchan a la funcionaria, quien no hace nada por poner el orden. Cuando me quejé, ésta me respondió, medio en serio y medio en broma: “No se ponga bravo, que lo mandamos a meter preso”, a lo que le respondí: “eso sería bueno, pues, ya lo estoy”

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