MIS EXPERIENCIAS IMPERIALES
Muy
pronto mi carrera naval fui designado a estudiar en Inglaterra, al año y medio
de graduado de Alférez de Navío me enviaron a Exeter a estudiar Inglés y a
pregunta de la escuela donde fui enviado seleccioné la opción de vivir en la
casa de una familia inglesa y me tocó una en la 101 Pinhoe Road, de ese
bucólico pueblito estudiantil del sur de la isla, en el condado de Devon. Allí
estaba un a universidad muy famosa, de espectacular belleza con su planta de
cruz latina, construida por los Normandos.
Mi
decisión se basaba en que no estaba tan entusiasmado en aprender el idioma,
como de sumergirme en la cultura que se me ofrecía como un sueño cumplido. Era
una familia de clase media, la cual completaba sus ingresos con los estudiantes
que llegaban de todo el mundo y con ella aprendí de todo cuanto me pude empapar,
para prepararme para mi curso de Aplicación de Ingeniería que realizaría en el pomposo
Colegio Real de Ingeniería Naval de la Armada inglesa, ubicado en Manadon,
Plymouth.
Para
un joven de familia humilde de La Guaira fue un shock cultural, como un salto cuántico
en materia de oportunidades de crecimiento en todo orden. Aunque las armadas son
similares en aspectos de doctrina, costumbres y tradiciones, estar con la real armada era como una película en tecnicolor.
Prevenía
de una familia muy humilde, aunque muy educada y decente de mi país, y como
detalle anecdótico, mi paladar sólo conocía
bien dos quesos, el blanco criollo y el amarillo Edam, y de cuando en
vez, uno muy duro y sabroso que mi mamá rayaba y le colocaba a los espaguetis,
me refiero como deben suponer, al parmesano; pero, el de Parma y valga la
redundancia del énfasis, el de verdad verdad, del que llegaba de contrabando al
puerto de La Guaira en 1947. A la tradicional hora de fresco naval de la mañana
y a la del té de la tarde propia del imperio, el silbato o pito de órdenes
colectivas naval llamó a descanso, y todos salieron al comedor, yo me agregué
conversando con los amigos recién hallados, y al llegar me encontré con una
mesa de 200 quesos y tuve que estar de acuerdo con De Gaulle, “cuán
difícil puede ser gobernar un país que tiene 200 quesos”.
Es que como los franceses,
sus pares europeos, los ingleses también pueden disponer para elegir “un queso distinto para cada uno de
los 365 días del año”.
El
caso es que el contacto, incluso con el Príncipe Carlos de visita ocasional a
nuestro instituto, dentro de su tour por las 3 fuerzas armadas británicas, me permitió
pulir de alguna manera mi natural inclinación a las cosas buenas.
Algunos
rezagos de la caribería criolla deberían pasar por el látigo de la flema
inglesa, como esa vez que fui a una delicatesen llena de parroquianos y pregunté
a viva voz desde la puerta si había tal o cual cosa y nadie me respondía. Me vi
forzado a entrar en cola y al llegar mi turno pregunté lo mismo y el carnicero
me respondió que no había y yo le repliqué que si no me había oído la primera
vez y me dijo sin inmutarse: “Sí que lo oí, todos lo oímos; pero, no era
su turno”
Esta
mañana me devolvió a Inglaterra, cuando esperaba mi turno con estoica flema
aprendida, para ser atendido en una prefectura donde solicitaría una partida de
nacimiento para un amigo, quien presta servicio en Anacoco y veía como la gente
utilizaba la novedosa táctica criolla de la preguntica. El funcionario atiende
la misma y poco a poco, de preguntica en
preguntica, se va alterando el orden. Los vivarachos hacen como el mono del
cuento, se van metiendo como cochino orinando, como quien no quiere la cosa y con
la “preguntica” inocente enganchan a la funcionaria, quien no hace nada por
poner el orden. Cuando me quejé, ésta me respondió, medio en serio y medio en broma:
“No
se ponga bravo, que lo mandamos a meter preso”, a lo que le respondí: “eso sería
bueno, pues, ya lo estoy”
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