LIBERTAD
Los rollitos o “cauchitos” que se
instalaron sin permiso alrededor de mi cintura son algo de lo cual no me siento
orgulloso; pero, los cargo con resignación monacal y olímpica impudicia. Es que
son el saldo a favor de los ingresos de mi ingesta de primera, de esos sabrosos
platos preparados con maestría reconocida internacionalmente, por mi hermosa capitana, de mi rebelde sedentarismo senil y las leyes de la biología, en cayapa con los
años, de los que no se salva nadie.
Algo similar me ocurre con lo que tengo
en mi cabeza, una incipiente pero presente gordura,resultante de lo que ha ingresado en ella, en mis
casi 68 años, a cumplirse si dios quiere
el venidero miércoles 19 de agosto, gordura no tan visible ni tan gruesa como
la de mi peso; pero la cual brota, de alguna manera, cuando me siento a teclear
en mi piano digital, a pergeñar ideas y
compartirlas.
Ambas gorduras son imposibles (como el amor, la tos y el dinero) de esconder,
y ambas tienen su utilidad. La corporal es la reserva de energía para tiempos
de vacas flacas, o de hambruna, como la que, como preconizó Don Arturo Uslar Pietri, increíblemente nos amenaza a los venezolanos, y la intelectual brota, a pesar de nosotros, cuando hablamos y
escribimos. Son el sello o impronta de esos años de estudio e investigación autodidacta,
y de la buena compañía con prestigiosos intelectuales, y es aún más difícil de esconder.
Reflexiono hoy acerca de la libertad de expresión,
la cual alguno ha dicho que tiene sus límites, como toda libertad, y yo le
argumento que esos límites son la libertad ajena, argumento poco original, porque
ya lo dijo un indio muy brillante y no voy yo, un humilde afrodescendiente de La Guaira, a
retar la gordura intelectual del valiente y sabio azteca, quien nos legó aquello
de: “El
respeto al derecho ajeno es la paz”.
El caso es que, como dijo Benito Juárez,
el artículo 57º de nuestra constitución lo expresa claramente, todos podemos decir
lo que nos da la gana, por el medio de nuestro libre albedrio, sólo que debemos
atenernos a las consecuencias del debido proceso, si alguien -sintiéndose ofendido por nuestra opiniones,
las cuales pudieran vulnerar su derecho a la propia dignidad e imagen, o si ofendiéramos
alguna ley - nos demandara y se planteara un contencioso ante un tribunal.
Eso está bien, lo malo es cuando de manera arbitraria esta atribución la toma algún
funcionario o persona, no investido de tal competencia o autoridad para hacerlo,
y violenta e incumple el debido proceso, también establecido taxativamente, con
igual fuerza, en nuestra ley marco.
Peor aún, para mí, es cuando aquello que
decimos o escribimos no es entendido, en cuanto a su profundidad y contenido,
sino que es apenas mal digerido, en
algunas frases sueltas, sin la debida conexión ni contexto, y las cuales generan
críticas acervas (Montar en cólera,
enfadarse sin querer oír razón alguna), no a la gordura de
nuestros validos argumentos por acertados y bien sustentados que fuesen, sino a
los nervios que le estimulan al oyente o lector, alguna repuesta que se desprende
de su cerebro límbico, de su médula oblongata pulsada por alguna frase que le despierta
alguna herida de su resentimiento.
Ya sabemos por la obra de Gregorio Marañón:
“TIBERIO, HISTORIA DE UN RESENTIMIENTO”,
y opinión del Dr. Miguel de Unamuno que la estudió con enjundia, que este sentimiento
debería estar entre los pecados capitales. Sugiero leer la ponencia Nro. 14, escrita
por el Dr. Tomas Polanco Alcántara, y que está en el libro “Repaso
de la Historia de Venezuela”, editado por la Comisión Presidencial V
CENTENARIO DE VENEZUELA. 1998.
Resultan casi tragicómicos los
argumentos de quienes no leen más de dos párrafos sin confundirse y aburrirse,
y nos lo dicen: “Chico, tu escribes bien; pero, muy largo” o de quienes no sólo no
entienden, sino que no reaccionan al aldabonazo que algún escribidor les da
para que despierten a este letargo que nos consume. Éstos resultan en patriotas
cooperantes, quienes critican al escribidor, como se critican entre si los lideres de la MUD para risa y provecho del gobierno, aun cuando el escribidor les esté diciendo
la verdad más grande. Son como el pasajero que le reclama al otro que se
levanta a pedirle al conductor ebrio e incapaz que deje el volante y se lo dé a
otro conductor más capaz, sobrio y eficiente. Le gritan: “Deja al chofer tranquilo que
maneje” aunque éste vaya a 150 kph
directo a un precipicio en una carretera de los Andes, de sinuosa serpentina.
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